La hegemonía del género festivalero

Por Josefina Minolli 

Adán JonesEn foto: Fila para ingresar a una proyección, en el cine de Village Recoleta, en el marco del BAFICI 2015.

 

Cuatro años atrás, comencé a estudiar cine, y por pura casualidad (o más bien, por las circunstancias de una época en particular), coincidió con el florecimiento del denominado “Nuevo Cine Cordobés”. Atraída por esta creciente producción de películas, así como de festivales que las distribuían, me acerqué con una enorme curiosidad por saber qué es lo que se estaba contando en nuestra ciudad. Para mí sorpresa, los films me resultaban muy parecidos unos de otros. Mi pregunta no podía (ni puede) ser otra: ¿Cómo es posible que en una ciudad tan grande y heterogénea los modos de contar sean tan parecidos?

En muchas de estas producciones, el silencio es protagonista, así como las situaciones cotidianas y las relaciones interpersonales. El montaje es tradicional, es decir, tiene por intención pasar desapercibido; y además, es pausado, no sólo por la utilización de tomas de larga duración sino también por la presencia de tiempos muertos. El tiempo de la historia suele estar enmarcado en un día/noche o un verano/invierno.  La puesta de cámara, puesta en escena y el diseño sonoro son sencillos y modestos. El estilo es realista, mientras que el tono es dramático. Ejemplos de esto podrían ser películas como “El Espacio entre los dos”, “El último Verano” y “Primero Enero”.

El problema en concreto no yace en cada película en particular. De hecho, disfruté verlas y encuentro cosas positivas en cada una de ellas. La verdadera cuestión, está en la predominancia de este tipo de films, ya sea en la realización como en la distribución. Los festivales de cine independiente, no juegan un papel ingenuo en este proceso. De hecho, creo que lo legitiman y lo alientan. Si no, ¿Por qué siguen seleccionando y premiando exclusivamente este tipo de películas?

En lo personal, creo que una de las razones posibles tiene sus raíces en el marketing. El género festivalero, ha devenido en una moda, y todos sabemos que lo que está de moda, vende. Los programadores de festivales, ansiosos por llenar las salas, necesitan películas que les aseguren la asistencia del público. Los realizadores, ansiosos por distribuir su material, cumplen con la receta cinematográfica, que les permite acceder a los festivales (en mi opinión, no siempre de manera consciente). Así, la cadena producción-distribución se vuelve un círculo vicioso, donde cineastas y programadores alimentan la hegemonía de una mirada homogénea.

Aún así, creo que existen otra serie de factores que contribuyen a la uniformidad del discurso. Uno de ellos es que el acceso a hacer y distribuir cine está en manos de un número reducido de personas, así como de una clase social y económica en particular. No sólo eso, si no que también, en una era caracterizada por la globalización y  el capitalismo, la unicidad se está esfumando. Cabe preguntarse, también, si este modo imperante de contar no será una manifestación propia de la generación de jóvenes del siglo XXI.

De una forma u otra, la paradoja es clara y un tanto desesperanzadora. Quienes vemos cine independiente, lo hacemos por necesidad de encontrarnos con formas diversas de contar e interpelar lo que nos rodea. Nuestra búsqueda por fuera de las producciones hollywoodenses, parte de nuestro rechazo a la utilización de fórmulas y esquemas preconcebidos. Pero, ¿Qué pasa cuando los festivales nos ofrecen producciones que tienen su propia receta, la receta festivalera?

Las películas descriptas pueden, deben y tienen el derecho de existir. La problemática está en que estamos necesitando pluralidad. Es necesario que se diversifiquen los estilos. Muchos hacemos cine en Córdoba, en Argentina, en el mundo. Muchos hacemos cine independiente. A todos nos une el amor por el cine… no dejemos que su destino caiga en la repetición infatigable de fórmulas.

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