Los incomprendidos: el cine como acto de comunicación

Por Josefina Minolli

Rose of Cairo

Fotograma: The Purple Rose of Cairo de Woody Allen

 

What the fuck is going on? Se pregunta, a veces, un espectador hundido en su butaca por el peso de esa abrumante organización de imágenes y sonidos. Yo, en ocasiones, soy uno de ellos. Otras veces, soy la responsable de esa organización cinematográfica. Espectadora y realizadora a la vez, aunque debo confesar que suelo olvidarme de ser espectadora de mis propias películas.

Quien escribe este ensayo es mi “yo espectadora” tratando de conciliar con mi “yo realizadora”. Hace seis años ya, que decidí comenzar a transitar esto que se llama hacer cine. Y durante gran parte de ese recorrido, pensé (y quizás me enseñaron) que no era realmente importante la persona que se encontraba frente a la pantalla. No sólo eso, sino que era innecesario virar mi mirada y pensar en ella. Hacerlo era un mecanismo que le pertenecía a aquellos que se dedicaban a hacer del cine un espectáculo de masas. Hoy, creo que no podría haber estado más equivocada.

¿En qué momento nos hicieron creer que el cine es un soliloquio, en vez de una conversación?

Ante esto, sólo florecen un puñado de artistas incomprendidos que miran de reojo y con frustración a sus espectadores, roncando a viva voz o simplemente frunciendo el ceño. ¿Serán solo los artistas los incomprendidos? ¿O existirá, también, algo así como los “espectadores incomprendidos”?

Si bien es verdad que para mantener un diálogo es mucho más fácil ser complaciente, conceder interpretaciones masticadas y respetar fórmulas que se saben útiles y eficaces; también, muchos de nosotros (los realizadores) queremos abrazar el cine de otra manera. Queremos tomar en nuestras manos un puñado de imágenes y sonidos, darlos vuelta y correrlos de lugar, aunque sea un poquito. Pero hacerlo tampoco es tan fácil, y no debería implicar que estemos exentos de establecer un código con quien nos mira. Las piezas tienen que estar en algún lado, allí mismo en la película. Y no en algún lugar recóndito, lejano e inalcanzable de mi cabeza de realizador. A fin de cuentas, no deberíamos olvidar que esa película es un regalo para otro. Otro que no soy yo. Y si lo olvido, la película no es más que un regalo para mí mismo.

Eduardo Galeano escribió una vez: “El lenguaje hermético no siempre es el precio inevitable de la profundidad. Puede esconder simplemente, en algunos casos, una incapacidad de comunicación elevada a la categoría de virtud intelectual. Sospecho que el aburrimiento sirve así, a menudo, para bendecir el orden establecido: confirma que el conocimiento es un privilegio de las élites”.

Sumado a esto, el manejo del tiempo es parte de esa articulación: regular las tensiones y distensiones, así como las curvas dramáticas o discursivas. ¿Cómo se va a entregar mi mensaje? ¿Por cuáles sensaciones va a transitar mi espectador? Para mí, un ejemplo de este descuido, un poco burdo pero preciso, son las películas que tienen la duración total de cinco horas. Considero que Historias extraordinarias (Mariano Llinás) es una excelente película, pero me fue imposible dedicarle un visionado de corrido. Nadie puede mantener la atención durante cinco horas, y mucho menos, aguantarse las ganas de ir al baño. Permanecer encerrado en un cine durante tanto tiempo también me parece una exageración. Los responsables de esta película ¿habrán realmente pensado en la instancia de recepción?

El hacer cine es un acto de comunicación, que no debería nacer en la sala oscura, como muchos erróneamente creen, sino en la concepción temprana de la idea. El cine, como cualquier otro arte, sólo termina de cobrar sentido cuando alguien más (un espectador) lo mira, lo siente y lo juzga. Y si el mensaje es incomprensible o insostenible, corremos el riesgo de perder al espectador en el camino. Y en ese momento, estamos atentando contra cualquier posibilidad de diálogo.

 

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